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Fue siempre el señor Brochero muy fino y atento en el ejercitar la caridad. Refiere un padre jesuita, ahora anciano, que no pudiendo ir ya personalmente el señor Brochero a una confesión, lo envió a él y le confió juntamente una limosna, diciéndole: “Vaya a confesar a esa anciana, y déle esta plata, porque la pobre más necesita de esta ayuda que de la confesión”.

Para nosotros los sacerdotes es de edificación el último reflejo y reverbero de su vida de desprendimiento, que realza la grandeza de alma de ese sacerdote de Jesucristo, en todo semejante al Modelo Divino. Nos refiere ese hecho y disposición el Exc. obispo auxiliar R. Castellano. Quizás fue ya el postrero de la vida del señor Brochero.

Narra que creyendo el señor Brochero se acercaba a su término, mandó llamar a don José María Castellano. Como éste no pudo hacerlo entonces, envió a su esposa doña Rosa, quien llevó consigo al niño Ramón. Por ello, el chico advirtió bien lo que se dijo por el señor Brochero. Dice que su señora madre le llevó una cantidad de pesos de parte del esposo y que el señor Brochero rehusó recibirle nada y le añadió: “Que trasmitiera su deseo a don José María, que era, de que unos pocos animalitos que le guardaba en un cerco y que servían para irlos despachando en bien de los pobres, se los vendiera ya todos; y que una parte del coste lo repartiera entre aquellas familias pobres, que él conocía y se solían socorrer; y la otra la diera a las Hermanitas religiosas, que sabían estaban muy pobres. Porque para mí, advirtió, esta sotana que llevo, aún me alcanzará hasta la muerte”.

Quedaron los dos enternecidos y edificados, madre e hijo, de semejante ejemplo generoso y de pobreza. Y lo es para que sus hermanos los sacerdotes, reverenciemos a aquel varón de Dios, que vemos cuanto recibió de los fieles lo empleó siempre en bien de los mismos. ¡Lo que la Iglesia le daba, siempre en provecho de Ella lo devolvía!